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.Me miraba con expresión inquisitiva.Yo asentí con la cabeza,otorgando así mi consentimiento.486Lario Armo se puso de pie, se despojó del manto y lo arrojó sobre loshombros del efebo de Tarquinía que estaba de pie armado de espada yescudo.Luego se quitó la túnica, se desprendió de las ajorcas y de lacadena que llevaba alrededor del cuello y por último se sacó el anillo deoro de su pulgar.Como si fuese algo de lo más natural, le quitó al efebode su ciudad el escudo y la espada, ocupó su lugar y le indicó que se sen-tase en la sagrada roca.Tan inusual era aquel honor, que consiguió cal-mar el enojo del joven, que ya lucía en el rostro una expresión dedesencanto.El augur miró a la concurrencia como si preguntase si alguien teníaalgo que objetar.Luego tocó a Lario Al-no con su báculo indicando asíque se aceptaba el cambio.Lario Armo era más delgado y esbelto que losrestantes jóvenes y su piel era blanca como la de una mujer.Desnudo ymuy erguido, contemplaba con expectación y con la boca entreabiertaa Mísmé, mientras ésta, por su parte, lo miraba fijamente.Estaba claroque la vanidad de la joven se había visto muy halagada por la pron ti-tud con que el regente de la más poderosa ciudad tirrena se apresurabaa poner en juego su vida por conquistarla.Yo no pude evitar una sonrisa de alivio al comprender que todo noera más que una broma de los dioses realizada con el fin de demostrar-me cuán ciegos pueden ser los hombres, incluso los que se tienen pormás clarividentes, y cuán inútil es considerar importantes los asuntosterrenales.Podía leer en la mente de Lario Armo como si de un papirose tratase.Ciertamente, había quedado maravillado con Mismé, peroal mismo tiempo se daba cuenta de lo mucho que podía ganar si salíavictorioso en el sagrado combate.Había sufrido una gran derrota en susnegociaciones de política exterior y su autoridad en Tarquinia estabaseriamente afectada a consecuencia del grave descalabro que había sufri-do la expedición militar a Himera.Su anciano padre aún vivía y su auto-ridad era indiscutible, aunque no estaba del todo claro que Armo le suce-diese en el trono de Tarquinia.La política de Lario Armo era a largoplazo y estaba dictada por la época, pero no era del agrado de los ancia-nos ni de los que simpatizaban con los griegos.Pero en el caso de que venciera en el sagrado combate, conse-guiría por su esfuerzo personal un lugar de honor para Tarquiniaentre las demás ciudades etruscas.Cierto era que antiguamente inclu-so los reyes habían descendido a la sagrada arena para disputarse lasupremacía con las armas en la mano, pero ahora era por demás inso-lito que un joven regente arriesgase de aquel modo su vida por su ciu-dad.Si salía victorioso, la supremacía de Tarquinia no seria única-mente formularia y honorífica, sino que aquella victoria seriaconsiderada una señal de los dioses.Además, y por si fuese poco, gana-487Lría para sí la hija de un lucumón viviente que era también la nieta delgran Lario Porsenna.Los dioses sonreían y yo sonreía con ellos, porque todo no era másque una mentira.Mismé no era mi hija por más que todos creyeran locontrario.Al pensar en ello, comprendí que en el mundo de los huma-nos, la distancia que separa la verdad de la mentira es extremadamen-te corta.Todo depende de lo que cada uno crea que es cierto.Los dio-ses están por encima de la verdad y de la mentira, de lo justo y de loinjusto.En el fondo de mí corazón decidí reconocer a Mismé como hijamía, prohibiéndole que revelase a nadie la verdad.Bastaba con que sólonosotros dos supiésemos que yo no era su padre, ya que a nadie másdebía importar.Deseé también de todo corazón que Lario Armo fueseel vencedor en la contienda, porque Mismé no encontraría esposo másnoble que él, aunque, a decir verdad, yo no sabia si la hija de Arsinoepodría hacer la felicidad de un hombre o de la nación etrusca.Pero ¿quéme importaba esto, si en el fondo yo reconocía a Mismé como hija mía?En ese caso, ni el mejor de los etruscos seria bastante bueno para ella.Pensé con ironía que Arsinoe se había equivocado completamente res-pecto de su hija.El augur puso el collar de cuero negro tradicional sobre los hombrosdesnudos de Mismé y la obligó a sentarse sobre el altar de piedra, conlas muñecas atadas delante del cuerpo.Después hizo una señal con subáculo y los combatientes se arrojaron los unos contra los otros con tal vio-lencia, que su primer choque no fue ante nuestros ojos más que una espan-tosa confusión en la que brillaban las espadas.En un abrir y cerrar de ojos,dos jóvenes cayeron al suelo bañados en sangre.Lo más juicioso que en mi opinión podrían haber hecho los demáscombatientes hubiera sido unir sus fuerzas para expulsar a Lario Armode la arena, ya que no se atrevían a matarlo a causa de su noble origen.Ellos luchaban para cubrirse de gloria y realizar un bello sacrificio.Encambio, él lo hacia por su porvenir, por la monarquía de Tarquinia eincluso por la salvación del pueblo etrusco, pues estaba convencido deque sólo su política podría librar a las ciudades etruscas de la inexora-ble expansión griega.Pero sus rivales ignoraban esto por completo.Por el contrario, seis de ellos comenzaron a luchar contra otros seis,según el estilo tradicional, y tras una pausa para tomar aliento y apreciarla situación, cinco se lanzaron contra otros cinco, mientras las espadasrelampagueaban y los escudos chocaban.Oímos gemidos de dolor y sólocuatro jóvenes se apartaron, jadeando pesadamente.Un combatientehabía sido lanzado fuera de la arena, dos se arrastraban dejando unreguero de sangre, a otro le arrancaron la espada de la mano al tiem-PO que le cortaban los dedos, uno yacía de espaldas mientras la heridaabierta de su garganta gorgoteaba, en tanto que el último se hallaba bajola protección del báculo del augur, a pesar de que, puesto de rodillas,se esforzaba todavía por blandir la espada.Sin echar siquiera una mirada a los que habían caído, los cuatro queaún seguían en pie se medían con la mirada.Lario Armo se hallaba entreellos y yo apreté fuertemente los puños, deseando que resistiese hasta elfinal o que al menos salvase la vida.Por un momento siguieron ace-chándose con la espalda puesta hacia el sagrado circulo, hasta que elmás impaciente perdió la calma y se precipitó cubriéndose con el escu-do contra su adversario más próximo.Este detuvo el golpe con su pro-Pío escudo y hundió su espada en el cuerpo del atacante.Al instante,el tercer rival aprovechó la ocasión para saltar y dar un tajo con su espa-da sobre la espalda del otro, no para matarlo sino sólo para que no pudie-se seguir combatiendo.Todo ocurrió con una rapidez increíble, pero ya diez de los másvalientes y apuestos jóvenes etruscos estaban fuera de combate.Pensétristemente en las esperanzas qtie habían acariciado y en el incesanteesfuerzo que habían hecho para fortalecer sus cuerpos y adiestrarse enel uso de las armas.Sólo quedaban de pie Lario Armo y el joven de Veías;el combate de verdad estaba a punto de comenzar, y su desenlace noestaba determinado por la suerte, sino por la destreza en el manejo dela espada, la resistencia y la serenidad.De nada servia dejarse dominar por la impaciencia
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